Si hubiese sabido que la felicidad estaba,
tras la puerta.
En las afueras, donde la libertad era
un concepto que se daba por sentado.
Hubiera valorado tantas cosas…
Desde la más significativa,
como las clases presenciales.
Aquellas donde diariamente escuchaba,
el sonido de los libros abriéndose,
mientras el docente hablaba y de vez en cuando
un compañero riendo.
Pasando por aquello que creía insignificante,
como las monedas chocando en mi pantalón.
Mientras recorría las calles, saludando a todos,
con un apretón.
Un apretón, un abrazo, un beso;
que ahora no puedo dar.
La ausencia de ese calor humano,
en la soledad de un frío apartamento.
Aquel en el que me empiezo a asfixiar.
Algunos estamos solos,
esperando por el momento de volver a nuestras casas.
Esta situación nos ha tomado desprevenidos,
lejanos y rezagados dentro de cuatro paredes.
Cuando todo clausuró.
Conforme las horas caen, esperamos en silencio
a que los casos no aumenten.
Y mientras tanto, rogamos a la vida
que no nos cambie nuestros nombres por un número más.